LA SUBLIMACIÓN DE LOS AFECTOS, cuento de Pilar Adón [de Las iras]

1

Hay quien afirma que se puede averiguar la edad de un perro por el aspecto de sus dientes. Los colmillos para enganchar y rasgar. Los molares para triturar. Las muelas carniceras del fi nal de las encías para arrancar la piel de unos tobillos salpicados de hierbas verdes entre las piedras del camino llegada la hora de regresar al hogar, dejando atrás todo ánimo salvaje. Arbustos, madrigueras y raíces. El olfateo y la caza. El aferramiento de la presa convulsionada y la entrega de la presa liquidada. Hay quien sostiene que limpiarle los dientes a un perro le despoja del lobo que lleva dentro y que es una ofensa. Y hay quien venera lo indómito del animal y defi ende la idea de que se debe honrar al perro como se honra a los antepasados. Respetar al perro. Glorifi car al perro. Quien así piensa le da de beber a su spaniel agua bendita para luego postrarse ante él y rezarle una oración.

Nosotras no llegamos a eso. Jamás les rezamos ni les rezaremos a nuestros perros. Si algo hemos aprendido en la vida, cada una por su lado, es que los castigos del Cielo son muchos y variados. Por cada error cometido, un castigo distinto. ¿Cómo saber que se trata de un castigo? ¿Y del Cielo? Por lo agotador y lo absurdo. Hasta lo caprichoso. Un dolor muscular que no se va. Una mancha en un ojo. Una asfixia constante. La impresión de estar perdiendo la cabeza. Sería pecado rezarle a un perro, y esa es una verdad que no admite duda ni disputa. De modo que Liu y yo nos encargamos de ellos, de su comida, su bebida, su bienestar y su aseo, pero no los hacemos el centro de nuestra existencia porque convertir a otro organismo vivo, próximo y real en la razón primera de la supervivencia propia (levantarse por las mañanas, lavarse, volver a dormir) no es la mejor idea que se les puede ocurrir a una niña y a su guardiana. Somos conscientes de que resulta mucho más sensato optar por un ente al que no se ve. Un ser poderoso, eterno y compasivo. Es la mejor elección.

Ya hemos desayunado, y Liu me informa de que hoy no ha salido la bruja de su armario, así que tendremos la jornada en paz. He de cuidar de Liu, pero los días en que la bruja sale y la alborota, la vigilancia se convierte en una labor casi imposible. En esos momentos, cuando recuerda la oscuridad del agua estancada, el ahogo de las carreras, los restos de una estación que daba paso a otra, y quién sabe si hasta la angustia de los gritos, he de suministrarle dosis más altas de medicación y aplicarle la lista de correctivos que me dejaron por escrito el día en que nos trajeron a esta casa y cuya enumeración vuelvo a escuchar detalladamente, un correctivo tras otro, un par de veces a la semana, cuando llaman para preguntarme cómo va. Si existe un mandato que guía mi trabajo en este lugar es el de que Liu crezca segura y con un espíritu fuerte. Yo la observo y la atiendo con amabilidad porque soy su cuidadora y obedezco las órdenes de su padre. Pero también ella debe ser disciplinada y obediente. Ha de encauzarse y convertirse en una persona valiosa. Adquirir una noción recta de los comportamientos que resultan más apropiados para cada ocasión. Tiene que saber que las normas están ahí para las dos.

Frente a su ventana crece una rama que nos hace pensar en la cabeza de un caballo.

A veces introduzco una cruz en su vaso para que el agua que bebe esté bendita. Como el agua bendita que se les da a los perros sagrados.

2

Liu tiene el pelo rojizo y puede ser muy decidida o muy asustadiza. Ha cumplido los once años y a esa edad es normal querer ser el centro de todas las atenciones, enredar, corretear, estirarse, empezar a entrever la realidad que yo ya conozco y, aun así, creerse más lista que yo. A veces me pega y yo le devuelvo el golpe sin fuerza. Me empuja, me araña, y a veces dejo que lo haga. Cuando me divierte. Pero no siempre me divierte. No obstante, comprendo que es necesario jugar con ella, distraerla, mantenerla entretenida. No quiero que se agobie. No quiero ser para ella un ejemplo de amargura. Le lleno las manos y los brazos de harina cada vez que le leo el cuento de la bella hija de la bella molinera, y he diseñado unas caretas para nuestros bailes de disfraces. El mar. Un islote en el mar. Un árbol sobre un islote en el mar. Ayer nos pintamos la cara y fue divertido. Me salté la primera parte de la Divina comedia, también la segunda, y fui directamente al paraíso, a la teoría de los ángeles. Después le pasé un pañuelo humedecido por la nuca y la frente, y le dije que debía limpiarse bien y que pusiera las toallas en su sitio, ordenadas, y el jabón en su recipiente sin agua que lo dejase empapado e hiciera que diese asco ir a cogerlo la próxima vez que tuviéramos que lavarnos las manos. Tanto ella como yo.

Ha de obedecer las reglas. Es esencial que no me hable alto. Que no me grite.

Si jugamos al escondite lo hacemos dentro de la casa porque no le gusta salir. Cualquier recorrido por el campo le supone un esfuerzo enorme y termina agotada. Prefiere quedarse en el dormitorio y que hablemos de las seis etapas de la Virgen. De la mejor vocal. La o de oso para ella. La i de instrucción para mí. La peor consonante. La p de pozo para ella. La v de vieja para mí. Le gusta correr por los pasillos y darse duchas de agua muy caliente que le queme el pelo. Pero debe andar más. Le viene bien hacer ejercicio y respirar al aire libre, y cuando eso sucede, cuando por fin salimos, me da la mano y me pide que no usemos la puerta lateral. Nunca la puerta lateral porque es ahí donde está el pozo, y Liu no quiere saber nada de pozos. Aunque estén sellados como éste con una plancha de metal y se alcen, como éste, casi un metro del suelo. Aunque no resulte fácil percatarse de que esa elevación con forma de hexaedro esconde la amenaza de un agujero. Le da lo mismo. No lo soporta. Le cuento que gracias al pozo (con su estructura de piedra que evita caídas, sorpresas, ahogamientos de animales) y al agua que almacena podemos hacer uso de los grifos de la cocina y de los baños. Gracias al pozo puede darse esas eternas duchas de agua hirviendo. Pero no se deja persuadir. Mi voz serena y mis buenas palabras no la rozan siquiera. No atenúan ni un milímetro de su horror.

La mejor amiga de Liu se ahogó en uno y por eso estamos aquí. Para que se recupere y vuelva a ser una niña que come faisán, con su carne tierna, y no jabalí.

Nada de cocinar jabalí. Ha de superar la conmoción y el estado de profunda depresión en que se sumió tras el incidente, y ser capaz de relatar lo sucedido. Por eso vinimos. Para que recuerde y pueda describir qué es lo que la atenaza. Sólo contándolo podrá exorcizarlo.

Es lo que dicen los expertos. Que sólo librándose del shock podrá librarse del mal.

3

Cuando le propongo un juego, cualquier distracción, ella corre hacia mí como la pequeña criatura que aún es y me mira desde su estatura inferior con los ojos muy abiertos. Con las manos mojadas. El pelo empapado del agua grasa y mate del pozo. Cualquier actividad que nos permita dejar a un lado la monotonía de las clases, las lecciones de italiano, los ríos, las montañas, los órganos y tejidos del cuerpo humano, hace que su expresión se transforme y que durante unos segundos casi parezca inocente. En esos momentos podría reírme de ella. Podría preguntarle que adónde va con esa cara de expectación, con esa respiración agitada ante la idea del recreo. Podría soltarle que es boba por creerse lo que le digo. Pero la crueldad no da buenos resultados con los niños. Ni con los virtuosos ni con los asesinos. Y tengo que cuidar de ella. Así que selecciono los pinceles, la barra de labios, los colores verdes para los párpados, y la pongo ante el espejo de uno de los cuartos de baño pidiéndole que se calle. Diciéndole que si quiere que juguemos tiene que parar de gritar y dejar que yo actúe.

Desde la ventana divisamos las copas de los árboles, la extensión del horizonte.

–Voy a hacerte una trenza, ti piace?

No nos hemos acostumbrado todavía al paisaje ni al olor de la tierra ni a los chispazos de sol que nos abren los ojos por las mañanas y ya no nos dejan descansar más. El canto de los pájaros, el viento que entra por una puerta y recorre toda la casa, entera, por los pasillos, en dirección a otra puerta situada en el extremo opuesto. El bálsamo de la naturaleza recién iluminada, aún joven, repleta de matices.

Los lirios naranjas.

–Mi amiga llevaba una trenza –murmura.

Y yo guardo silencio para que siga hablando porque mi objetivo, lo que más deseo, es que cuente algo. Enmudezco y espero. Pero como no dice nada más, pruebo a incitarla con una nueva barra de labios.

–La querías mucho, ¿verdad? ¿Te gusta este tono?

Liu examina el tesoro que le ofrezco y asiente con la cabeza. Le he formulado dos preguntas juntas y no termino de averiguar a qué me está respondiendo con ese gesto brevísimo. Me recuerdo a mí misma lo imbécil que puedo llegar a ser. ¿Por qué dos preguntas a la vez?

–Nosotras nos subíamos a un árbol, mi mejor amiga y yo. Siempre el mismo árbol. Y todo lo que yo quería hacer en el mundo era estar allí, cerca de ella, cerca de los gorriones. Me gustaba su voz. Su olor. –Me detengo un segundo, pero Liu sigue callada–. Por las noches no podía dormir. Consultaba el reloj a cada hora para calcular el tiempo que faltaba hasta el amanecer. Cuando volvíamos a vernos.

Ella se mira en el espejo y se pasa los dedos índice y corazón por la frente, como si quisiera apartarse de los ojos un mechón de pelo que no existe.

–Sólo podía pensar en el momento de nuestro encuentro. Cuando la veía por las mañanas, mientras nos vestíamos, me ponía tan nerviosa que me entraban ganas de hacer pis. Luego se me pasaba, claro.

Sigue fascinada con las pinturas y únicamente pronuncia un sí rápido como para indicar que me está oyendo.

–Nunca me has dicho cómo se llamaba.

–¿Quién?

–Tu amiga. La de la trenza.

–Prefiero el rosa. ¿Me la cambias?

–¿Cómo se llamaba?

Le doy la barra de color rosa.

–Igual que tú.

–No me mientas. No sé por qué me mientes.

–¿Y tú qué sabes? –Alza los hombros y los vuelve a bajar–. Siempre estás con el mismo rollo.

–No me hables así.

–Pues tú no me vengas otra vez con estas mierdas.

En semejantes ocasiones no me queda otra opción que la de recurrir a la violencia. No puedo hacer otra cosa. Llenarle la cara de rayajos de color rosa. Darle un bofetón. Un buen golpe en la cabeza. Un pellizco en el cuello. Soy consciente de que no dará resultado, pero no puedo tolerar que me responda mal. Mi papel consiste en amaestrarla para que controle su rabia y deje de ser ignorante e inestable. Amansar sus estallidos.

–Voy a llamar a mi padre. ¡No puedes pegarme!

¿Es que me odia? ¿Nos odia a todos?

–Claro que puedo.

Por supuesto que puedo. Soy su guía, su adiestradora, y no pienso consentir que crea que estoy aquí en calidad de sierva o que me va a someter con sus berrinches. No se le puede ni pasar por la cabeza la idea de que voy a acobardarme.

4

Se ha cambiado de ropa y ahora lleva una camiseta blanca y una falda. Yo me he vestido igual que ella, he buscado sus zapatillas, las que elige cada vez que salimos, y se las he entregado extendiendo un brazo para que, sin rechistar, se las ponga y se prepare física y mentalmente de cara a una breve excursión campestre. No quiere salir, pero va a hacerlo. Mientras busco mis gafas de sol, le digo que deje de mirarme fijamente porque mirar fijamente a los demás es de mala educación.

Antes de salir, le pido que me traiga un trozo de queso para el paseo, y me lo trae. Le doy las gracias.

La tierra está agrietada en varias partes del sendero y se lo comento a Liu, pero ella avanza unos pasos por delante de mí y no responde. Quizá porque le da igual lo que le digo o quizá porque no me oye. Resopla y se agacha en busca de una rama más o menos recta. Va a usarla a modo de bastón y de defensa.

–Lo que tienes que hacer es fi jarte bien en el suelo para que no te pase lo que a tu amiga.

Ella deja de mirar al frente, vuelve a resoplar y gira la cabeza hacia un lado como si quisiera darme a entender que en realidad no está conmigo. Aunque parezca que sí.

–No basta con estar –sigo–. Todo el mundo está y no debes conformarte con eso. No puedes dejar que tu vida pase sin más. Tienes que diferenciarte. Crecer y aplicarte. Progresar.

–No era mi amiga. ¿Es que no te han contado lo que le hice?

Sigue arrastrando la rama con la que va trazando una línea intermitente sobre la reseca tierra del camino.

–Sí me lo han contado. Lo sé todo.

–Pues me parece que no –me desafía prolongando el sonido de la o.

–¿Por qué no me lo explicas tú?

Liu se echa a reír.

–Eso es lo que quieres, ¿no? Pues te lo voy a decir. Se volvió imbécil. Así de fácil.

No es más que una niña pretenciosa.

–¿Tu mejor amiga se volvió imbécil?

–En el fondo, hasta le hice un favor. Un día va y me dice que prefiere irse de vacaciones con sus primos en vez de estar en la playa conmigo. –Su melena rojiza se agita en una onda desmedida sin un motivo físico visible–. ¿No es ridículo? Estoy segura de que el cerebro se le llenó de pus por algún virus. No razonaba con claridad.

Pienso en la palabra «desmedida» porque no sopla el viento. Liu no ha echado a correr. No ha movido la cabeza hacia atrás ni ha alzado los dos brazos en dirección al cielo. No hay ningún motivo para que el pelo se le revuelva solo.

–¿Te lo dijo ella?

–¿El qué?

–Lo de las vacaciones. Lo de que no quería estar contigo.

–Claro que me lo dijo ella. La muy cabrona.

¿Estoy oyendo lo que estoy oyendo?

–Lo mismo se lo impusieron sus padres.

–¿Qué padres?

–¿No tenía padres?

Me planteo la posibilidad de dejar de avanzar y acercarme a ella. Quitarle el dichoso palo de las manos. Pero no sé si me lo permitiría. La primera vez que la vi me resultó tan desvalida y conmovedora como me lo parece en este instante. Sus ojos constituían la perfecta representación del espanto en estado puro. El pánico. A ser comida.

A recibir un zarpazo en el costado. A que se le acercara un leñador y la talara. Por supuesto, su nombre real no es Liu. Si estuviera aquí su padre, si siguiera viviendo con él, respondería al nombre que él le puso. Acudiría al oír ese nombre, se sentiría identificada con ese nombre. Ella sería ese nombre. Pero su padre vive en Nueva Escocia y la niña ahora está conmigo.

Y conmigo se llama Liu.

Una Liu que me suelta que lo que me pasa es que soy:

–Una sentimental y una infeliz.

–¿Era muy guapa? –pregunto.

Y veo cómo de nuevo se lleva una mano a los ojos y cómo crece en ella el delirio. La locura que hace acto de presencia cuando menos la necesita.

–¿Es que eres imbécil?

–Que no me hables así. Sólo te he preguntado si era guapa.

–¿Cómo puedes ser tan cortita? Te he dicho que no era mi amiga. Que yo no quería subirme a ningún árbol con ella para olerle los morros ni me meaba cada vez que la veía.

–No te pases, Liu.

Ha cambiado el tono de voz. También se mueve de otro modo. Pero el pelo sigue enfurecido. Da un pequeño salto, como si se hubiera asustado, y de repente se gira y me hace una señal con una mano.

–A ver si vas a ser tú la que tiene que andarse con cuidado. Mira bien dónde pones los pies.

¿Será verdad que lo he logrado?

A pesar de la humillación y el desprecio, ¿será verdad que lo he oído, que lo ha dicho? Me propongo visualizar elementos apacibles que me den paz. Las orillas de un embalse. La firmeza de los perros que han salido con nosotras y han ido perdiéndose por el monte. Los árboles que nos escoltan. Puede seguir riéndose de mí. Burlándose de mí. Ridiculizarme y tratar de herirme. Puede desbocarse y echar espuma por la boca… Lo he conseguido.

Por fin. Su confesión.

5

A estas alturas me es indiferente que me hable o no. Que se caiga, que se largue o que se quede. Me da igual que me repita que está sola en el mundo. Que todos la traicionan. Ya no se trata de una intuición, ahora sé que lo hizo. Cuento con una certeza. Y lo que deseo es que me deje tranquila y se limite a obedecer. La he puesto a merendar en el comedor principal, bajo la reproducción de un cuadro de Jean Siméon Chardin, y la observo desde mi butaca. Le noto la rigidez en el cuello, la crispación de los dedos. Analizo sus muecas en silencio y oigo cómo respira y cómo traga. En este instante sé perfectamente lo que piensa y lo que planea. Qué cálculos está haciendo. Ahora mismo me resulta tan transparente como la Casa Farnsworth, e igualmente incómoda.

Ella no me mira a mí. Se entrega a sus galletas y a su tazón de leche. Aun así, advierto cómo la masa que da forma a su terror se transmuta en la masa que empieza a darle forma al mío. He de repetirme una y otra vez (he de hacerlo) que es una niña y que no tiene fuerzas para cargar conmigo como con su amiga ni para levantar la plancha metálica que cubre la boca del pozo. No puede atacarme ni empujarme. No tiene la altura necesaria. Ni la corpulencia. Y, no obstante, rozo el fanatismo y me voy instalando en la obsesión porque el miedo es libre y porque en un par de ocasiones la he sorprendido curioseando en dirección al pozo desde la ventana, cuando se supone que no soporta su presencia. Lo mira. Lo estudia. Anticipando quizá la humedad y el aspecto de la superficie negra sobre la que flotan decenas de espesos ramilletes de insectos muertos. Quizá preguntándose si podría sumergir un cuerpo adulto en ese pozo. El cuerpo de una cuidadora imperturbable que ha de seguir entregada a una labor que a muchos se les antojaría lamentable y hasta de mal gusto.

Si la existencia se basara en las estadísticas, en las matemáticas, todo sería más sencillo. Sube una cifra, baja otra. Se dispara un nivel por un lado, lo equilibramos por otro. Pero no hay manera de evitar la intervención de las emociones. Somos seres rebeldes y nos rebelamos.

–Lo único importante en la vida es seguir –digo como si me dirigiera a ella, aunque en realidad me dirijo a mí–. Seguir, seguir y seguir.

No se vuelve. No me responde cuando la llamo por su nombre. Lo mismo todavía no se identifica con él, pero ahora éste es su hogar, está conmigo en esta casa aislada, y conmigo se llama Liu. El nombre que le dio su padre sigue asociado a lo ocurrido y no podemos usarlo. Aquí ha de cambiar y transformarse en otro ser.

6

Hay quien cree que es preferible la compañía de los perros a la de las personas, y yo misma soy de esa opinión. ¿Acaso no desearía poder acariciarles las orejas, vigilar su sueño, sacarles para que corran y ver cómo se alejan, sólo eso, en vez de tener que estar con una niña que me resulta tan molesta cuando llega corriendo y se me abraza a la cintura para gimotear y chillar que tiene que salir de este sitio? Que necesita que le compre un vestido nuevo. Que quiere viajar a todas las ciudades del mundo. ¿Acaso no querría ponerme a chillar yo también mientras imagino que me deshago de ella y la empujo para que no me incordie? Termina de merendar y se levanta sin recoger nada. Está cansada después del paseo. Lo noto por cómo se mueve. Se irá pronto a la cama, quizá sin cenar, y yo me quedaré en esta butaca, intentando anticipar lo que va a pasar mañana. Si la bruja decidirá salir o no de su armario. Si disfrutaremos de una jornada relajada o si tendré que echar mano una vez más de la lista de correctivos que tanto me ayudan a reconocer sus debilidades. Dominar sus manías y la atracción pavorosa que le siguen produciendo la sombras y el agua turbia de los pozos. Intento repetirme que no hay de qué preocuparse, que lo que sucede ahora no es lo que va a suceder siempre, pero no me resulta fácil estar aquí. Como una mujer encadenada a una roca. Y tampoco es fácil para Liu, que unos días se ve como un hada y otros, en cambio, como un monstruo.

Tengo que ser complaciente con ella, lo sé. Pero para mí siempre será lo segundo, una aberración sin remedio.

* * *

LAS IRAS de Pilar Adón
Cortesía Galaxia Gutenberg

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